La boda de Alberto y Mari Carmen en Lorca, Murcia
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A&M
20 Jun, 2015El día de nuestra boda
A diferencia de otras novias, no siento que haya sido el día más feliz de mi vida, pero sí que ha sido uno de los días muy importantes. No ha sido una boda tan animada como a mí me habría gustado, pero mis invitados son gente tranquila (y ya no tenemos ninguno 20 años), que estaban encantados comiendo y charlando. De hecho, todo el mundo salió encantado con la ceremonia, el lugar, el banquete… Así que para mí, ha sido una boda ideal y aunque siempre hay algún pequeño fallo, estamos muy contentos con los proveedores y todo ha salido muy bien.
Todo empezó el 4 de octubre del año pasado y a partir de ahí han sido 9 meses de locura, porque yo, que soy maniática y perfeccionista, le he dado cien mil vueltas a todo. Y por fin llegó el día.
A pesar de que recomiendan dormir mucho y descansar, la víspera pude dormir bien poco, porque claro, también recomiendan acoger a los invitados que vienen de fuera y ambas cosas no son compatibles. A las 9 de la mañana ya estaba en marcha, un desayuno ligero y a cargar el vestido y todas las cosas en el coche para ir a la peluquería y de ahí al Parador de Lorca. Las peluqueras me preguntaban si estaba nerviosa y me llegaban mensajes de amigas diciendo “Estarás exultante ahora mismo con los preparativos”, pero la verdad es que yo sólo tenía sueño, mucho, mucho sueño. Además, cometí el error (¡grave, grave error!) de tomarme una pastilla que me tocaba la noche anterior pero que con tanto lío se me olvidó y provocan somnolencia, así que... Como además no llevaba las lentillas, no veía lo que me hacía la peluquera y entré en una especie de sopor y en una burbuja interior. Cuando acabó la peluquera y me puse las gafas no me gusté nada. El peinado estaba bien, pero yo tenía una cara de sueño, me veía tan mayor… Hasta la peluquera se quedó preocupada, la pobre. Mientras peinaron a mi madre, yo aproveché para seguir “dormitando” y luego nos fuimos corriendo para el Parador.
Seguir leyendo »Mientras todo esto ocurría, el novio no tenía menos trabajo: tuvo que recoger los detalles para los invitados, mi ramo, los prendidos y los centros de mesa, bajar a las invitadas a la peluquería… Es lo que tiene que te lo tengas que hacer tú todo.
Allí estaba toda la familia del novio en la recepción, con lo cual se hizo todo más lento. También estaba él, que al principio ni me vio. Y yo hubiera preferido que no me hubiera visto para mantener la sorpresa hasta la ceremonia, pero no pude evitarlo y me vio el recogido y todo. Me ayudó a subir las cosas y a colgar el vestido (estaba tapado en su funda, que no cunda el pánico) y me tranquilizó un poco, porque a esas alturas del día yo había pasado ya de la somnolencia al histerismo y como no me veía nada guapa al salir de la peluquería estaba de un bajón... El pobre intentó tranquilizarme sin mucho éxito, y quedamos en vernos después como quien queda para un café. ¡Qué cosas!
Nada más quedarme sola en la suite llamó la maquilladora. ¡No puede ser! ¡Si ni había comido! Así que la dejé esperando en la cafetería mientras me comía (¡qué estrés, qué estrés!) un bocadillo de salchichón. Sí, un vaso de leche por la mañana y un bocadillo de salchichón fue todo mi sustento durante el día de la boda. Arreglé la habitación como las balas (¡qué estrés, qué estrés!), saqué el vestido, lo puse bien y lo dispuse todo para las fotos. Mientras, la maquilladora arreglaba a mi madre, que encima se había perdido por el hotel y yo intentando localizarla con el móvil. Yo me di una ducha corriendo (¡qué estrés, qué estrés!). No hay que confiar mucho en la madre el día de la boda, porque las pobres están más nerviosas que la novia y no dan pie con bola. Llegó mi turno de maquillaje y mi madre se fue a vestir a su habitación, y menos mal, ahí se acabó el estrés, me vino muy bien ese rato a solas con la maquilladora, que es majísima. Por cierto, que cuando acabó la maquilladora y me vestí, ya no había bajón: el conjunto peinado, maquillaje y vestido, lo cambia todo y, por primera vez en estos preparativos, me vi guapa.
Mientras, llegaron unas camareras a subir champán (que ni se abrió) que se quedaron fascinadas mirando el vestido colgado en el dosel de la cama, se asomó también una amiga, subió el fotógrafo y empezó el cachondeo (Antonio y Paco son geniales) entre la maquilladora y los fotógrafos. Me tocó vestirme, pero esto duró un minuto (o menos) porque mi vestido es de cremallera y se ponía en un instante. Los fotógrafos desconcertados decían:“¿Ya! Otra vez, otra vez.” Y hasta tres veces subió y bajó mi madre la cremallera para que les diera tiempo a hacer fotos. Me hicieron algunas fotos posadas y entraron un par de amigas que se fueron enseguida. Por fin llegó mi padre, pero como no le gustan mucho las fotos, los trajes, ni las bodas, estaba más bien como en un entierro. ¡La alegría de la huerta! Me partía con el fotógrafo: “Pero agarra ahí fuerte a tu hija, hombre, y dale un beso, que se te casa”. “Pero, ¿aquí es que no viene nadie más? ¿Tú es que no tienes hermanos?”. Pero no, no vino nadie más, y sí, tengo un hermano pero no quiso subir (mi padre tampoco quería subir al principio). La verdad es que fue un momento un poco triste. Se asomaron la madre, hermana y sobrinos del novio y no quisieron pasar a la habitación para no estorbar y subieron mi primo y su pareja y mi chófer (que era mi tío) pero cuando el fotógrafo ya se había ido. En mi tierra y en mi familia, los amigos y toda la familia va a la casa de la novia mientras ésta se arregla, pero en mi caso no fue así.
Por fin vi salir el coche del novio y entonces ya estaba desesperada por bajar yo también, pero mi tío me tranquilizaba: “Que eres la novia” y yo: “Que no quiero llegar tarde”, “Que aún no están preparados, mujer”. Ay, mi tío, es lo más bonito que hay. Y gracias a su consejo llegué justo cuando el novio había acabado de entrar, porque al pobre le costó bastante que los invitados entrasen en el Palacio. Me habría gustado verlo, porque teníamos un cuarteto de cuerda tocando la BSO de Juego de tronos y tuvo que quedar espectacular. Estoy deseando ver el vídeo.
Así que llegué yo, bajé y busqué con la mirada a alguien que me arreglara el vestido, que cogiera la cesta de pétalos (¡ya tenían una y esa no la quería nadie!), pero no había nadie, ni mi madre ni ninguna amiga. “¿Dónde está la gente?”. El novio había hecho demasiado bien su trabajo. Ahora que he visto un vídeo casero, resulta que mi madre estaba en la puerta, por dentro, grabando mi entrada. Lo que yo diga, como para fiarse de las madres… Así que me apañé yo sola como pude, me agarré a mi padre (que no se dejaba) y entré con un poco de miedo a caerme, porque me dejaron el vestido largo por delante y no podía andar con comodidad, incluso mi padre se iba tropezando con mi vestido, el pobre tampoco podía andar. Uno de los sobrinos, que es muy pequeño, se puso a llorar y ni me echaba los pétalos, ni se ponía a andar delante de mí, ni se quitaba de en medio. El Palacio de Guevara estaba precioso, lleno de gente y el novio estaba allí, al fondo, esperándome. Pero yo estaba tan nerviosa que sólo veía bultos, no veía ni al novio y cuando ya iba por la mitad del pasillo fue cuando me di cuenta de que estaba sonando el Canon de Pachelbel. Llegué, nos besamos en la mejilla y a partir de ahí, no sé, ya no estaba nada nerviosa, yo creo que ni emocionada. Vamos, como si me estuviera casando todas las semanas. El novio se había hecho un lío con los sitios y tuvimos ahí un momento divertido: “Ahí no, tú aquí, yo a tu derecha”.
La concejal dijo unas palabras muy cálidas, leyeron el acta matrimonial, bastante farragosa y fea, por cierto: “Fulano de tal, con DNI XXX, domicilio en calle XXX, número XXX, hijo de XXX y de XXX, de estado civil divorciado…”. Había gente que no lo sabía y me habría encantado poder girarme y ver los codazos y los cuchicheos. Después hubo unas lecturas muy bonitas, menos mal. Con la hermana del novio toda la familia se emocionó y hubo lágrimas. Luego salieron dos amigas mías y, para sorpresa de todos, ¡tachán, tachán! salí yo a leer. Quería darle una sorpresa al novio y decidí leer un poema y decirle cuánto lo quiero y porque me caso con él. Todo el mundo se quedó estupefacto, yo creo que incluso la concejal y luego todos me felicitaron. No es por echarme flores, pero la verdad es que me salió muy bien. La gente salió con la sensación de que había sido una ceremonia muy bonita y emotiva, y yo me reía por dentro y pensaba: "Sí, sí, súper emotiva; menos mal que hemos leído, que si nos llegamos a quedar con el “DNI XXX, domicilio XXX”…".
Luego todo fue muy rápido: los anillos, las firmas, las fotos de rigor y salimos. Hubo que echar a la gente, ¡primero no querían entrar y luego no querían salir! Nos recibieron con el arroz y los pétalos, pero los cañones se atascaron y ahí estuvimos esperando: “Venga hombre, ¿sale o no sale?”. Luego brindamos (las copas de champán, súper bonitas, me las había preparado la pareja de mi primo) y, como es costumbre en mi tierra, las tiramos hacia atrás. ¡Menos mal que se rompieron las dos! ¡Da buena suerte!. Y un gran momento para la posteridad: el “momento cepillo”. Mi madre sacó un cepillo de la ropa y se puso a limpiarle al novio el polvillo del arroz de la chaqueta. El fotógrafo se quedó con los ojos como platos y disparaba el flash sin cesar.
Durante la enhorabuena, me sentí muy bien porque mi boda no tenía demasiados invitados y podía llamarlos por su nombre a todos (no siempre pasa) e incluso estuve charlando con la mayoría de ellos. Ya digo, como si me estuviera casando todas las semanas.
Después tuvimos un rato para las fotos, fue divertido porque los fotógrafos son muy graciosos (“A ver, a ver, como si os quisierais”), y recogí incluso cucarachas arrastrando el vestido por las calles. ¡Pobre vestido! La gente nos daba la enhorabuena por la calle y nos gritaba “¡Vivan los novios!”, “¡Esa novia guapa!”, y la verdad, yo iba feliz, feliz, pero no queríamos que durase mucho el reportaje porque lo que queríamos era estar con los invitados. Así que subimos al Parador y enseguida entramos al cóctel. Allí nos echamos fotos con todos los invitados (o eso espero) por grupos, para colocarlas luego en el libro de firmas y para poder dedicar tiempo a todos los invitados. Eso significó que apenas comí nada, pero bueno, ya había disfrutado del cóctel en la prueba de menú (que es lo que recomiendo). El cóctel fue un momento muy agradable y creo que para los invitados el mejor porque el sitio es precioso, tiene unas vistas alucinantes, corría una brisa fresquita y la comida estaba exquisita. Antes de pasar al comedor, mientras los invitados bajaban y buscaban su sitio, nos dejaron un momento a solas, comiendo un poco, en la increíble terraza del Parador.
Bajamos, el maître nos hizo un recorrido por el salón y nos sentamos a cenar tranquilamente. Pero yo no tenía nada de hambre a pesar de mi vaso de leche y mi bocadillo de salchichón o más bien tenía el estómago cerrado por los nervios. ¿Nervios? ¡Pero si ya no tenía! Pues sí, habían vuelto porque se acercaba el momento del baile, que me llevaba por el camino de la amargura y como me seguía pisando el vestido, estaba preocupada por recogerme la cola y por si me caía o Alberto se tropezaba. Así que como me comí el maravilloso bacalao y el sorbete de mandarina, ¡magnífico!, y ya no pude comer nada más. Además, comía muy rápido porque parecía que tenía alfileres en la silla y estaba ansiosa por salir por ahí entre las mesas y hablar con la gente, aunque siempre te falta tiempo y tienes la sensación de que con este o con aquel no estuviste lo que te habría gustado.
Partimos la tarta, que a mí no me hacía mucha ilusión y empecé a meterle prisa para acabar. No tengo remedio. Después hubo una tarta para mi suegra, que cumplía años. Y después del postre sirvieron el champán, pero ¡se nos olvidó brindar! ¡Como somos! Pero a nadie se le ocurrió tampoco. Dimos las chucherías a los niños y les sacamos una caja de cartón forrada por mí con coches, camiones, globos, colores, pasatiempos, dibujos… que apaciguó a los nenes y a algunos les vino muy bien porque ya estaban aburridos. También repartimos el vino y los bombones a los adultos. Fue el momento de los típicos sobres y del miedo a perderlos, ¡ay, madre! También hubo algunos regalos, de verdad y de broma: una bolsa de macarrones llenos de billetes de 10, una caja de After eight con billetes en lugar de los bombones, cajas de experiencia… Pero ninguna sorpresa, ni bailecito ni nada, ya digo, una boda tranquila.
Y llegó el temido momento. El vals nº 2 de Shostakovich, en lugar del Valió la pena que me habría gustado y del “Cheek to cheek” que era mi otra opción, pero ya no llegábamos a tiempo a las clases de baile. Respiré hondo y empezamos con los pasos ensayados. Se supone que también tenía que girar sobre mí misma de vez en cuando, pero tenía tanto miedo por el vestido que no me atreví. ¡Qué tonta! Sobre todo porque luego en la barra libre bailé y giré todo lo que quise y no pasó nada. Al final el baile no se me hizo tan largo como yo pensaba, y cuando acabó pensé: “¡Prueba superada!”. Después del vals la gente se tendría que haber lanzado a la pista, pero el DJ tuvo un fallo ahí y no enlazó con ninguna canción, así que nos quedamos un poco como diciendo: “Bueno, pues aquí estamos”.
Y por fin empezó la música y la barra libre, y mientras los más marchosos y yo (perdí de vista al novio) bailábamos y bailábamos (con cambio de zapatos incluidos), la gente se puso a hacerse fotos con el marco Polaroid que yo había preparado y a hacer cola para escribir en el libro de firmas (esto quizá fue un poco incómodo, pero ahora tengo un bonito recuerdo), aunque a algunos tuve que rogarles para que firmasen antes de irse. Mucha gente se fue nada más acabar de cenar (ya contaba con ello, mis invitados no son muy fiesteros), y otra mucha no bailaba, pero bueno, estaba sentada o por ahí, charlando, que a mí eso también me parece estupendo. Poco a poco se fueron yendo casi todos y a eso de las 3 y pico ya no quedaba casi nadie, menos unos primos del novio y mi madre, ¡que no quería acostarse y dijo que ella se recogía la última!
A las 4 y pico apagamos la luz, y al día siguiente fue todo un poco estresante: recoger todas nuestras cosas, las del banquete (decoración, mesa de chuches), el ramo, los detalles sobrantes… Salimos del Parador cargados como la burra del vecino. Por la tarde fui al cementerio a llevarle mi ramo a mi abuela y se puede decir que ahí acabó nuestra maravillosa boda. Y fue en ese momento cuando me emocioné y empecé a llorar (a escondidas) y seguí llorando toda esa tarde. Al leer una carta de mi madre, al abrir al azar el libro de firmas, lloré todo lo que no había llorado en la boda porque de repente me sentí un poco vacía y triste y pensé en todos los meses de preparativos de una boda que al final habían pasado en un suspiro y tenía también la sensación de que no la había disfrutado lo suficiente. Pero bueno, aún quedaba nuestra Luna de Miel en Cuba.
Ahora que hemos vuelto sí que ya se ha acabado todo de verdad y es un poco triste volver a la realidad y saber que ha pasado todo. Me gustaría volverme a casar y poder corregir los pequeños errores y disfrutar de forma más consciente de todo, sobre todo del cóctel, que al final con tanta foto fuimos un poco como pollo sin cabeza y aunque estuve con todos los invitados, no me pude parar a hablar cinco minutos con ellos. Las horas pasaron volando y yo casi ni me enteré. Menos mal que nos quedan los recuerdos. Y un anillo en el dedo que me recuerda que ahora soy una mujer casada y que tengo un marido maravilloso.
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